La Iglesia continúa y desarrolla
en la Historia la misión de Cristo, impulsada por el Espíritu Santo. En la
historia de la Iglesia se da un entrelazamiento entre lo divino y lo humano.
1. La Iglesia en la historia
La Iglesia continúa manteniendo
la presencia de Cristo en la historia humana; obedece al mandato apostólico,
pronunciado por Jesús antes de ascender al Cielo: «Id y enseñad a todos los
pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
enseñadles a observar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo» ( Mt 28,19-20). En la
historia de la Iglesia se encuentra, por tanto, un entrelazarse, a veces
difícilmente separable, entre lo divino y lo humano.
En efecto, proyectando una mirada
a la historia de la Iglesia, hay aspectos que sorprenden al observador, incluso
al no creyente:
a) la unidad en el tiempo y en el
espacio (catolicidad): la Iglesia Católica, a lo largo de dos milenios, ha
permanecido siendo el mismo sujeto, con la misma doctrina y los mismos
elementos fundamentales: unidad de fe, de sacramentos, de jerarquía (por la
sucesión apostólica); además, en todas las generaciones ha reunido hombres y
mujeres de los pueblos y culturas más diversos y de zonas geográficas de todos
los rincones de la tierra;
b) la acción misionera: la
Iglesia, en todo tiempo y lugar, ha aprovechado cualquier acontecimiento y
fenómeno histórico para predicar el Evangelio, también en las situaciones más
adversas;
c) la capacidad, en cada
generación, de producir frutos de santidad en personas de todo pueblo y
condición;
d) un llamativo poder de
recuperación ante crisis, a veces de mucha gravedad.
2. La Antigüedad Cristiana
(hasta el 476, año de la caída del Imperio Romano de Occidente)
Desde el s. I, el cristianismo
inició a propagarse, bajo la guía de san Pedro y de los apóstoles, y después de
sus sucesores. Se asiste, por tanto, a un progresivo aumento de los seguidores
de Cristo, sobre todo dentro de los confines del Imperio Romano: a inicios del
s. IV eran aproximadamente el 15% de la población del imperio, y estaban
concentrados en las ciudades y en la parte oriental del estado romano. La nueva
religión se difundió, de todos modos, también más allá de esas fronteras: en
Armenia, Arabia, Etiopía, Persia, India.
El poder político romano vio en
el cristianismo un peligro, por el hecho de que este último reclamaba un ámbito
de libertad en la conciencia de las personas respecto a la autoridad estatal;
los seguidores de Cristo tuvieron que soportar numerosas persecuciones, que
condujeron a muchos al martirio: la última, y la más cruel, tuvo lugar a
inicios del s. IV por obra de los emperadores Diocleciano y Galerio.
En el año 313 el emperador
Constantino I, favorable a la nueva religión, concedió a los cristianos la libertad
de profesar su fe, e inició una política muy benévola hacia ellos. Con el
emperador Teodosio I (379-395) el cristianismo se convirtió en la religión
oficial del Imperio Romano. Mientras tanto, a finales del s. IV los cristianos
eran ya la mayoría de la población del imperio romano.
En el s. IV la Iglesia tuvo que
afrontar una fuerte crisis interna: la cuestión arriana. Arrio, presbítero de
Alejandría, en Egipto, sostenía teorías heterodoxas, por las cuales negaba la
divinidad del Hijo, que sería, en cambio, la primera de las criaturas, aunque
superior a las demás; la divinidad del Espíritu Santo era también negada por
los arrianos. La crisis doctrinal, con la que se entrecruzaron frecuentemente
intervenciones políticas de los emperadores, turbó a la Iglesia durante más de
60 años; fue resuelta gracias a los dos primeros concilios ecuménicos, el
primero de Nicea (325) y el primero de Constantinopla (381), en los cuales se
condenó el arrianismo, se proclamó solemnemente la divinidad del Hijo ( consubstantialis
Patri , en griego homoousios ) y del Espíritu Santo,
y se compuso el Símbolo Niceno-Constantinopolitano (elCredo ). El
arrianismo sobrevivió hasta el s. VII porque los misioneros arrianos lograron
convertir a su credo a muchos pueblos germánicos, que sólo poco a poco pasaron
al catolicismo.
En el s. V hubo, en cambio, dos
herejías cristológicas, que tuvieron el efecto positivo de obligar a la Iglesia
a profundizar en el dogma para formularlo de modo más preciso. La primera
herejía es el nestorianismo, doctrina que en la práctica afirma la existencia
en Cristo de dos personas, además de dos naturalezas; fue condenada por el
Concilio de Éfeso (431), que reafirmó la unicidad de la persona de Cristo; de
los nestorianos derivan las Iglesias siro-orientales y malabares, aún separadas
de Roma. La otra herejía fue el monofisismo, que sostenía, en la práctica, la
existencia en Cristo de una sola naturaleza, la divina: el Concilio de
Calcedonia (451) condenó el monofisismo y afirmó que en Cristo hay dos naturalezas,
la divina y la humana, unidas en la persona del Verbo sin confusión ni mutación
(contra el nestorianismo), sin división ni separación (contra el monofisismo):
son los cuatro adverbios de Calcedonia: inconfuse , immutabiliter , indivise , inseparabiliter .
De los monofisitas derivan las Iglesias coptas, siro-occidentales, armenas y
etiópicas, separadas de la Iglesia Católica.
En los primeros siglos de la
historia del cristianismo se asiste a un gran florecimiento de la literatura
cristiana, homilética, teológica y espiritual: son las obras de los Padres de
la Iglesia, de gran importancia en la reconstrucción de la Tradición; los más
relevantes fueron san Ireneo de Lyon, san Hilario de Poitiers, san Ambrosio de
Milán, san Jerónimo y san Agustín en Occidente; san Atanasio, san Basilio, san
Gregorio Nacianceno, san Gregorio de Nisa, san Juan Crisóstomo, san Cirilo de
Alejandría y san Cirilo de Jerusalén en Oriente.
3. El Medioevo (hasta 1492,
año de la llegada de Cristóbal Colón a América)
En el 476 cayó el Imperio Romano
de Occidente, que fue invadido por una serie de pueblos germánicos, algunos
arrianos, otros paganos. El trabajo de la Iglesia en los siglos sucesivos fue
el de evangelizar y contribuir a civilizar a estos pueblos, y más adelante a
los pueblos eslavos, escandinavos y magiares. El Alto Medioevo (hasta el año
1000) fue sin duda un periodo difícil para el continente europeo, por la
situación de violencia política y social, empobrecimiento cultural y regresión
económica, debidos a las invasiones continuas (que duraron hasta el s. X). La
acción de la Iglesia logró, poco a poco, conducir a estos jóvenes pueblos hacia
una nueva civilización, que alcanzará su esplendor en los ss. XII-XIV.
En el s. VI nació el monaquismo
benedictino, que garantizó, entorno a los monasterios, islas de paz,
tranquilidad, cultura y prosperidad. En el s. VII fue de gran importancia la
acción misionera, en todo el continente, de los monjes irlandeses y escoceses;
en el s. VIII la de los benedictinos ingleses. En este último siglo terminó la
etapa de la Patrística, con los últimos dos Padres de la Iglesia, san Juan
Damasceno en oriente, san Beda el Venerable, en occidente.
En el s. VII-VIII nació la
religión islámica en Arabia; tras la muerte de Mahoma los árabes se lanzaron a una
serie de guerras de conquista que les condujeron a constituir un vastísimo
imperio: entre otros, subyugaron a los pueblos cristianos de África del Norte y
de la Península Ibérica y separaron el mundo bizantino del latino-germánico.
Durante aproximadamente 300 años supusieron un flagelo para los pueblos de la
Europa mediterránea, a causa de las incursiones, redadas, saqueos y
deportaciones realizadas de modo prácticamente sistemático y continuo.
A finales del s. VIII se
institucionalizó el poder temporal del papado (Estados Pontificios), que ya
existía de hecho desde finales del s. VI, surgido para suplir el vacío de poder
creado en la Italia central por el desinterés del poder imperial bizantino,
nominalmente soberano en la región, pero de incapaz de proveer a la
administración y defensa de la población. Con el tiempo, los papas se dieron
cuenta de que un limitado poder temporal era una eficaz garantía de
independencia respecto a los diversos poderes políticos (emperadores, reyes,
señores feudales).
En la noche de Navidad del año
800 se restauró el imperio en Occidente (Sacro Imperio Romano): el papa coronó
a Carlomagno en la basílica de San Pedro; nació así un estado católico con
aspiraciones universales, caracterizado por una fuerte sacralización del poder
político, y un complejo entrelazarse de política y religión, que durará hasta
1806.
En el s. X el papado sufrió una
grave crisis a causa de las interferencias de las familias nobles de Italia
central en la elección del papa (Siglo de Hierro); y más en general porque los
reyes y señores feudales se adueñaron del nombramiento de muchos cargos
eclesiásticos. La reacción papal a tan poco edificante situación tuvo lugar en
el s. XI, a través de la reforma gregoriana y la llamada “cuestión de las
investiduras”, en las cuales la jerarquía eclesiástica logró recuperar amplios
espacios de libertad respecto al poder político.
En el año 1054, el patriarca de
Constantinopla, Miguel Cerulario, realizó la definitiva separación de los
griegos de la Iglesia Católica (Cisma de Oriente): fue el último episodio de
una historia de fracturas y disputas iniciada ya en el s. V, y debida en buena
medida a las graves interferencias de los emperadores romanos de oriente en la
vida de la Iglesia (cesaropapismo). Este cisma afectó a todos los pueblos
dependientes del patriarcado, y hasta ahora afecta a búlgaros, rumanos,
ucranianos, rusos y serbios.
Desde inicios del s. XI las
repúblicas marineras italianas habían arrebatado a los musulmanes el control
del Mediterráneo, poniendo un límite a las agresiones islámicas: a finales de
siglo, el crecimiento del poder militar de los países cristianos tuvo como
expresión el fenómeno de las cruzadas en Tierra Santa (1096-1291), expediciones
bélicas de carácter religioso cuyo fin era la conquista o defensa de Jerusalén.
En los s. XIII y XIV se asiste al
apogeo de la civilización medieval, con grandes realizaciones teológicas y
filosóficas (la escolástica mayor: san Alberto Magno, santo Tomás de Aquino,
san Buenaventura, el beato Duns Scoto), literarias y artísticas. Por lo que se
refiere a la vida religiosa es de gran importancia la aparición, a inicios del
s. XIII, de las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos, etc.).
El enfrentamiento entre el papado
y el imperio, ya iniciado con la “cuestión de las investiduras”, siguió con
diversos episodios en los ss. XII y XIII, terminando con el debilitamiento de
ambas instituciones: el imperio se redujo en la práctica a un estado alemán, y
el papado sufrió una notable crisis: desde el año 1305 hasta el 1377 el lugar
de residencia del papa se transfirió de Roma a Aviñón, en el sur de Francia, y
poco después del retorno a Roma, en el año 1378 inició el Gran Cisma de
Occidente: una situación muy difícil, por la cual se dio al principio la
aparición de dos papas y después tres (las obediencias romana, aviñonés y
pisana), mientras el mundo católico de la época permanecía perplejo sin saber
quién era el pontífice legítimo. La Iglesia pudo superar también esta durísima
prueba y la unidad fue restaurada con el Concilio de Constanza (1415-1418).
En el año 1453 los turcos
otomanos, musulmanes, conquistaron Constantinopla, poniendo así término a la
milenaria historia del Imperio Romano de Oriente (395-1453), y conquistaron los
Balcanes, que permanecieron cuatro siglos bajo su dominio.
4. La Edad Moderna (hasta
1789, año del inicio de la Revolución Francesa)
La Edad Moderna se abre con la
llegada de Cristóbal Colón a América, evento que junto a las exploraciones en
África y Asia dio comienzo a la colonización europea de otras partes del mundo.
La Iglesia aprovechó este fenómeno histórico para difundir el Evangelio en los
continentes extraeuropeos: se asiste así al surgir de misiones en Canadá y
Luisiana, colonias franceses, en la América española, en el Brasil portugués,
en el reino del Congo, en India, Indochina, China, Japón, Filipinas. Para
coordinar estos esfuerzos por la propagación de la fe, la Santa Sede instituyó
en 1622 la Sacra Congregatio de Propaganda Fide .
Mientras tanto, al mismo tiempo
que el catolicismo se expandía hacia áreas geográficas donde el Evangelio no
había sido predicado nunca, la Iglesia sufría una grave crisis en el viejo
continente: la “reforma” religiosa propugnada por Martín Lutero, Ulrico
Zwinglio, Juan Calvino (fundadores de las diferentes denominaciones del
protestantismo), junto con el cisma provocado por el rey de Inglaterra Enrique
VIII (anglicanismo), condujo a la separación de la Iglesia de amplias regiones:
Escandinavia, Estonia y Letonia, buena parte de Alemania, Holanda, la mitad de
Suiza, Escocia, Inglaterra, además de los respectivos territorios coloniales ya
poseídos o conquistados con posterioridad (Canadá, Norteamérica, Antillas,
Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda). La Reforma Protestante tiene la grave
responsabilidad de haber roto la milenaria unidad religiosa en el mundo
cristiano-occidental, causando el fenómeno del confesionalización, es decir la
separación social, política y cultural de Europa y de algunas de sus regiones
en dos campos: el católico y el protestante. Este sistema cristalizó en la
fórmula cuius regio, eius et religio, por la cual los súbditos
estaban obligados a seguir la religión del príncipe. Ese enfrentamiento entre
estos dos mundos condujo al fenómeno de las guerras de religión, que afectó
sobre todo a Francia, los territorios germánicos, Inglaterra, Escocia e
Irlanda, y que se puede considerar terminado sólo con las Paces de Westfalia
(1648) en el continente, y con la capitulación de Limerick (1692) en las Islas
Británicas.
La Iglesia Católica, aunque asolada
por la crisis y por la defección de tantos pueblos en unos pocos decenios, supo
encontrar energías insospechadas para reaccionar y comenzar a realizar una
verdadera reforma: este proceso histórico ha tomado el nombre de
Contrarreforma, cuyo culmen es la celebración del Concilio de Trento
(1545-1563), en el cual se proclamaron con claridad algunas verdades dogmáticas
puestas en duda por los protestantes (canon de las Escrituras, sacramentos,
justificación, pecado original, etc.), y se tomaron también decisiones
disciplinares que robustecieron e hicieron más compacta a la Iglesia (por
ejemplo la institución de los seminarios y la obligación de residencia en la
diócesis para los obispos). El movimiento de la contrarreforma pudo también
valerse de la actividad de muchas órdenes religiosas fundadas en el s. XVI: se
trata de iniciativas de reforma en el ámbito de los mendicantes (capuchinos,
carmelitas descalzos), o institutos de clérigos regulares (jesuitas, teatinos,
barnabitas, etc.). La Iglesia salió así de la crisis profundamente renovada y
reforzada, y pudo compensar la pérdida de algunas regiones europeas con una
difusión verdaderamente universal, gracias a la obra misionera.
En el s. XVIII la Iglesia tuvo
que combatir contra dos enemigos: el regalismo y la ilustración. El primero
anduvo a la par del desarrollo de la monarquía absoluta: apoyados en la
organización de una moderna burocracia, los soberanos de los estados europeos
lograron instaurar un sistema de poder autocrático y total, eliminando las barreras
que se interponían (instituciones de origen medieval como el sistema feudal,
los privilegios eclesiásticos, los derechos de las ciudades, etc.). En este
proceso de centralización del poder, los monarcas católicos tendieron a invadir
el ámbito de la jurisdicción eclesiástica, en el intento de crear una Iglesia
sometida y dócil respecto al poder del rey: es un fenómeno que asume nombres
diversos dependiendo de los estados: regalismo en Portugal y España,
galicanismo en Francia, josefismo en los territorios de los Habsburgo (Austria,
Bohemia, Eslovaquia, Hungría, Eslovenia, Croacia, Lombardía, Toscana, Bélgica),
jurisdiccionalismo en Nápoles y Parma. Este fenómeno tuvo su punto álgido con
la expulsión de los jesuitas por parte de muchos gobiernos y en la amenazadora
presión sobre el papado para que suprimiese la orden (como sucedió en 1773).
El otro enemigo con el que se
encontró la Iglesia en el s. XVIII fue la ilustración, un movimiento en primer
lugar filosófico, que tuvo gran éxito entre las clases dirigentes: tiene como
fondo una corriente cultural que exalta la razón y la naturaleza, y al mismo
tiempo realiza una crítica indiscriminada a la tradición; es un fenómeno muy
complejo, que presenta en todo caso fuertes tendencias materialistas, una ingenua
exaltación de las ciencias, el rechazo de la religión revelada en nombre del
deísmo o la incredulidad, un irreal optimismo con respecto a bondad natural del
hombre, un excesivo antropocentrismo, una confianza utópica en el progreso de
la humanidad, una difundida hostilidad contra la Iglesia Católica, una actitud
de suficiencia y desprecio hacia el pasado, y una arraigada tendencia a
realizar reduccionismos simplistas en la búsqueda de modelos explicativos de la
realidad. Se trata, en resumen y en buena medida, del origen de muchas de las
ideologías modernas, que reducen la visión de la realidad eliminando de su
comprensión la revelación sobrenatural, la espiritualidad del hombre y en
definitiva el anhelo por la búsqueda de las verdades últimas de la persona y de
Dios.
En el siglo XVIII fueron fundadas
las primeras logias masónicas: de ellas, una buena parte asumió tonos y
actividades claramente anticatólicas.
5. La Edad Contemporánea (a
partir de 1789)
La Revolución Francesa, que
empezó con la decisiva aportación del bajo clero, derivó rápidamente hacia
actitudes de galicanismo extremo, llegando a producir el cisma de la Iglesia
Constitucional, y a continuación asumiendo tonos claramente anticristianos
(instauración del culto al Ente Supremo, abolición del calendario cristiano,
etc.), hasta llegar a una cruenta persecución de la Iglesia (1791-1801): el
papa Pío VI murió en el 1799 prisionero de los revolucionarios franceses. La
subida al poder de Napoleón Bonaparte, hombre pragmático, trajo la paz religiosa
con el Concordato de 1801; más adelante, sin embargo, surgieron desavenencias
con Pío VII por las intrusiones continuas del gobierno francés en la vida de la
Iglesia: como resultado, el papa fue hecho prisionero por Bonaparte durante
aproximadamente cinco años.
Con la Restauración de las
monarquías prerrevolucionarias (1815), para la Iglesia volvió un periodo de paz
y tranquilidad, favorecido también por el romanticismo, corriente de
pensamiento predominante en la primera mitad del s. XIX. Sin embargo, pronto se
delineó una nueva ideología profundamente opuesta al catolicismo: el
liberalismo, heredero de los ideales de la Revolución Francesa, que poco a poco
logró afirmarse políticamente, promoviendo la instauración de legislaciones
discriminatorias o persecutorias contra la Iglesia. El liberalismo se unió en
muchos países al nacionalismo, y más adelante, en la segunda mitad del siglo,
se alió con el imperialismo y el positivismo, que contribuyeron ulteriormente a
la descristianización de la sociedad. Al mismo tiempo, como reacción a las
injusticias sociales provocadas por las legislaciones liberalistas, nacían y se
difundían una serie de ideologías dirigidas a hacerse portavoces de las
aspiraciones de las clases oprimidas por el nuevo sistema económico: el socialismo
utópico, el socialismo “científico”, el comunismo, el anarquismo, todas ellas
unidas por proyectos de revolución social y una filosofía subyacente de tipo
materialista.
El catolicismo en el s. XIX
perdió en casi todas las naciones la protección del estado, que, es más, pasó a
tener una actitud adversa; y en 1870 terminó el poder temporal de los papas,
con la conquista italiana de los Estado Pontificios y la unificación de la
península. Al mismo tiempo, sin embargo, la Iglesia supo sacar ventajas de esta
crisis para fortalecer la unión de todos los católicos entorno a la Santa Sede,
y para liberarse de las intrusiones de los estados en el gobierno interno de la
Iglesia, a diferencia de lo sucedido en el periodo de las monarquías
confesionales de la Edad Moderna. El culmen de este fenómeno fue la solemne
declaración, en 1870, del dogma de la infalibilidad del papa por parte del
Concilio Vaticano I, celebrado durante el pontificado de Pío IX (1846-1878). En
este siglo, además, la vida de la Iglesia se caracterizó por una gran expansión
misionera (en Africa, Asia y Oceanía), por un gran florecimiento de fundaciones
de congregaciones religiosas femininas de vida activa, y por la organización de
un vasto apostolado laical.
En el s. XX la Iglesia se
enfrentó a numerosos desafíos: Pío X tuvo que reprimir las tendencias
teológicas modernistas dentro del propio cuerpo eclesiástico. Estas corrientes
se caracterizaban, en sus manifestaciones más radicales, por un inmanentismo religioso
que, aunque mantenía la formulaciones tradicionales de la fe, en realidad las
vaciaba de contenido. Benedicto XV se enfrentó a la tempestad de la Primera
Guerra Mundial, logrando mantener una política de imparcialidad entre los
contendientes, y desarrollando una actividad humanitaria a favor de los
prisioneros de guerra y la población afectada por la catástrofe bélica. Pío XI
se opuso a los totalitarismos de diverso tipo, que persiguieron de un modo más
o menos abierto a la Iglesia durante su pontificado: el comunista en la Unión
Soviética y en España, el nacionalsocialista en Alemania, el fascista en
Italia, el de inspiración masónica en México; además, este papa desarrolló una
gran promoción del clero y del episcopado local en las tierras de misión africanas
y asiáticas que, continuada después por su sucesor, Pío XII, permitió a la
Iglesia presentarse ante el fenómeno de la descolonización como elemento
autóctono, y no extranjero.
Pío XII tuvo que afrontar la
terrible prueba de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual actuó de diversos
modos para salvar de la persecución nacionalsocialista a cuantos hebreos fuera
posible (se calcula que la Iglesia Católica salvó aproximadamente 800.000); Con
un proceder realista, no consideró oportuno lanzar una pública denuncia, puesto
que ésta habría empeorado la grave situación de los católicos también
perseguidos en varios de los territorios ocupados por los alemanes, y habría
anulado su posibilidad de intervenir en favor de los hebreos. Muchas altas
personalidades del mundo israelita reconocieron públicamente, tras la guerra,
los grandes méritos de este papa con respecto a su pueblo.
Juan XXIII convocó el Concilio
Vaticano II (1962-1965), que fue concluido por Pablo VI, y que abrió una época
pastoral diversa en la Iglesia, subrayando la llamada universal a la santidad,
la importancia del esfuerzo ecuménico, los aspectos positivos de la modernidad,
la ampliación del diálogo con otras religiones y con la cultura. En los años
sucesivos al concilio, la Iglesia sufrió una profunda crisis interna de
carácter doctrinal y disciplinar, que logró superar, en buena medida, durante
el largo pontificado de Juan Pablo II (1978-2005), papa de extraordinaria
personalidad, que hizo alcanzar a la Santa Sede unos niveles de popularidad y
prestigio antes desconocidos, dentro y fuera de la Iglesia Católica.
Carlo Pioppi
0 Comments:
No se permiten comentarios nuevos.