Primera lectura
Lectura de la profecía de Daniel 3, 25. 34-43
Lectura del santo evangelio según san Mateo 18, 21-35
Pero ahora, Señor, somos los más pequeños de todos los pueblos
El profeta Daniel se refiere en su libro a cuando los israelitas fueron conquistados, su culto prohibido, y el pueblo opresor, quiere obligarles a adorar un ídolo de oro que habían construido con la única intención de humillarles.
Tres jóvenes deportados, que provenían de buena familia y que, tras realizar un buen servicio al rey Nabucodonosor, se les había puesto al frente de la administración de la provincia de Babilonia, se negaron a adorar la estatua, y cuando el rey se enteró, los condenó a ser arrojados al horno encendido con siete veces más potencia que la habitual; fueron arrojados pero las llamas los respetaron y uno de ellos, Azarías, entona a Dios esta oración de súplica.
Comienza por reconocer sus culpas, pues los judíos estaban recibiendo el justo castigo por sus pecados; al no poder ofrecer sacrificios expiatorios, pues su culto había sido prohibido y su templo destruido. Ellos le ofrecen a Dios su corazón contrito y su espíritu humilde, para que el Señor lo acepte como holocausto, ya que los que confían en el Señor, no quedan defraudados, pues Él, en su infinita misericordia, los librará con sus obras admirables.
El rey mandó sacar a los jóvenes del horno, pues parecía que les acompañaba un ser celestial, y, cuando salieron, estaban totalmente intactos, el fuego los había respetado totalmente; El Señor había aceptado su oración como si fuera un sacrificio ritual, ayudando a mantener la historia de salvación, que Yahvé había prometido a sus padres en la fe.
Los tres jóvenes invocaron al Señor como el salmista lo hace suplicando: “Señor, recuerda tu misericordia”.
Lo mismo hará mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano
Mateo nos presenta el pasaje en el que Pedro, acercándose a Jesús, le pregunta hasta cuantas veces debe personar a su hermano si lo ofende; se mencionan unas cifras simbólicas como queriendo manifestar que tantas veces como fuera necesario.
Jesús, para confirmar lo que ha dicho, le expone la parábola en la que un rey quiere ajustar cuentas con sus empleados. Al principio le presentan a uno que le debía una cantidad astronómica y que, al no tener con que pagar, es condenado a ser vendido junto a su familia y todas sus posesiones, con el fin de saldar su deuda. El empleado, arrojándose a sus pies, le ruega que tenga paciencia con él, que se lo pagará; el rey se compadeció y le dejó ir perdonándole la enorme deuda.
Al salir éste, se encontró a un compañero que le debía una cantidad muchísimo menor, pero no haciendo caso de su súplica para que tenga paciencia, lo entrega al alguacil para que lo encarcele.
El resto de compañeros, contrariados, se lo contaron a su señor, el cual llamó al siervo malvado y, recriminándole que él le había perdonado toda su gran deuda cuando se lo pidió, y ¿no podía él hacer lo mismo con su compañero?; indignado lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda su deuda.
¡Con cuanta frecuencia aplicamos la ley del embudo!, lo ancho para nosotros y lo estrecho para los demás.
Cuando rezamos el Padre Nuestro, repetimos que el Señor perdone nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, pero ¿en realidad cumplimos la segunda parte de la petición?
Si Dios consintió que Jesús muriera por nosotros como expiación de nuestros pecados, y en su infinita misericordia perdona nuestras culpas, ¿cómo no vamos a perdonar a los que nos han ofendido?
No tenemos que olvidar lo que nos dice la Sagrada Escritura, tratad a los demás como quisierais que os trataran a vosotros, o, lo que es lo mismo, con la medida que utilizamos con los demás, seremos medidos.
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